• La célula autoconciente
.Norberto Levy


Imprmir

Imaginemos que a un individuo se le ofreciera la posibilidad de experimentar una inédita aventura existencial: que todas las células de su organismo desarrollaran autoconciencia.
¿Y qué quiere decir esto?
Las células de la piel, las hepáticas, las de los huesos y la sangre, etcétera, tienen cierta vida autónoma. De hecho, recorren su ciclo vital, con un promedio de vida variable para cada una de ellas. Los glóbulos rojos, por ejemplo, viven alrededor de 120 días, luego cesan. De modo que en nuestro organismo mueren y nacen diariamente millones de células.
Supongamos ahora que un glóbulo rojo particular que nació, por ejemplo, el 10 de enero de 2005 a las 15:30 hs., tuviera nombre y apellido, conociera a los miembros de su familia y tuviera además memoria de los múltiples sucesos que le ocurrieron a lo largo de su vida. Que ese eritrocito, además, se sintiera diferente de los otros, y que dispusiera de un equipo para modificar su entorno de acuerdo con las propias necesidades; que este glóbulo rojo, en suma, fuera autoconciente.
Todo esto que imaginamos para el eritrocito, en un grado menor de la escala, ya existe en él. Estas nuevas capacidades imaginadas no serían nada más que el producto de un gran desarrollo en cada una de las funciones necesarias para alcanzar el nuevo estado. Tal vez, de aquí a otros 4.000 millones de años, que es estimativamente la edad de la vida en el planeta Tierra, sea efectivamente lo que ocurra.
Este relato fue iniciado con la descripción de una propuesta imaginaria a un individuo contemporáneo: experimentar ese salto cualitativo ahora, en el presente. ¿Y qué le sucedería a este individuo si aceptara?
Antes de nada habría que felicitarlo por su audaz y heroica decisión, pues los inconvenientes que esa unidad individual comenzaría a experimentar, serían verdaderamente colosales. Probablemente a los efectos de conocer los diferentes estadios de ese proceso serían necesarios un gran número de voluntarios que, además se reprodujeran rápidamente, pues muchas personas sucumbirían como consecuencia de los cambios introducidos por cada una de las células del organismo que, al ser auto concientes, tratarían de adecuar el medio a sus necesidades particulares.
Instalémonos, por lo tanto, en el interior de este organismo y, más precisamente, en una de estas células que hubiera "probado la manzana" de la autoconciencia.
Al desarrollarse este nuevo centro autoconciente, el abrupto desplazamiento de la percepción hacia la nueva función, conduciría a cada célula a dejar de registrar el organismo del cual forma parte.
Cada una de ellas percibiría fundamentalmente lo específico y diferente que tendría, y dejaría de percibir lo que tiene en común con las demás.
Expresado desde otro ángulo, se enfatizaría el interés por lo que “puede hacer", en contraposición a aquello de lo cual "está hecha", es decir, la sustancia común. Además, registraría predominantemente sus particulares necesidades. Cada una albergaría la oscura memoria de un estado de completud en el que era una con la totalidad. Desde ese trasfondo, sus propias dimensiones actuales (escasas milésimas de milímetro) producirían una sensación de pequeñez e incompletud y, por supuesto, se generaría en cada una de ellas la tendencia a recuperar aquel estado perdido.
La experiencia de completud la recuperará a partir de la percepción de su condición de célula constitutiva del organismo global, pero esta percepción estaría oscurecida temporariamente por la irrupción de las nuevas funciones nacidas del foco de autoconciencia. De modo que el único recurso del cual dispondrían por el momento para intentar resolver la sensación de pequeñez e incompletud sería la autoexpansión.
Ser, cada célula, todo.
Cada una querrá, entonces, crecer y aumentar su área de influencia al máximo. Para ello disponen de estos nuevos recursos para modificar su entorno. Las células hepáticas, por ejemplo, podrían producir una dilatación del sistema arterial que las irriga, contraer el sistema venoso que evacua el caudal sanguíneo, y así retener más sangre para incorporar más nutrientes. Naturalmente, todas las células querrían hacer lo mismo y al mismo tiempo. Esto conduciría, inevitablemente, a luchas entre los órganos. El hígado consideraría, por ejemplo, a los músculos como los grandes enemigos en esta gran batalla por la sangre. Otro tanto serían para el cerebro, los intestinos, especialmente durante la digestión, por la gran irrigación de la zona que se produce en esa fase. El astuto cerebro, entonces, inhibiría el reflejo del hambre para no verse despojado de ese caudal sanguíneo que le llega cuando no hay ingestión de comida. Y así con todas las demás funciones embarcadas en lo que cada una denominaría en sus momentos de reflexión: "la dura e inevitable lucha por sobrevivir". Para nuestro nivel actual de conciencia, sabemos que la evolución funcional de cada órgano es cíclica, y que en cada ciclo existe un momento de "plus" y otro de "minus". Desde ese estado que estamos considerando, en el que predomina el deseo de ser todo por autoexpansión, cada período de minus es una verdadera catástrofe que se trata de evitar por todos los medios. Una típica reflexión sería: "si atravieso este “minus” es porque alguien me ha quitado lo que me corresponde, de modo que trataré de recuperarlo". Entonces, los órganos más desarrollados —en algunos el cerebro, en otros el estómago, o los músculos, etcétera— tratarían de incorporar lo máximo para mantenerse. Quienes resultarían vaciados serían los sistemas menos crecidos. Entonces se formarían alianzas entre ellos para entablar batalla. Y así surgirían teorías acerca de por qué sucede lo que sucede, y no faltaría, seguramente, la parte que denominara a la otra "el mal", auto titulándose, por supuesto, "el bien".
Como consecuencia de estas interacciones, el sistema global del organismo se deterioraría progresivamente hasta la completa desintegración —su muerte— una y otra vez.
Quizás alguna célula desarrollara más rápidamente que otras la intuición de que junto con todas las demás constituye una unidad más amplia, de cuyo estado de salud y bienestar depende el bienestar de cada una. Tal vez se anticipe demasiado, su percepción no encuentre eco, y sea completamente ignorada.
Imaginemos a una de estas células hepáticas con batallas acumuladas, completamente convencida de la crueldad de su enemigo y de lo justo y santo de su guerra. Que además tiene la memoria de sus muertos y mártires y que honra a sus héroes, condecorados por haber puesto fuera de combate a más de 30 músculos y a buena parte del riñón derecho. Que a esta célula se le dijera: "Los músculos, riñones, hígado, cerebro y todo lo demás son diferentes funciones de la misma organización. ¡Es necesario que cese toda guerra porque venza quien venza en la contienda, pierden todos!" La sorpresa, el estupor, la irritación, tal vez la carcajada de escuchar el mayor disparate de un delirante, sería su reacción probable.
Pero inexorablemente la memoria de los aciertos y errores acumulándose en el tiempo iría produciendo una nueva visión.
Especialmente la decepción después del éxito: "Obtuve lo que quería, vencí a todos mis enemigos, y sólo entonces comprobé que no estaba allí lo que buscaba".
Hasta que, poco a poco, tanto el agotamiento del repertorio de las capacidades individuales como así también la creciente capacidad de percibir lo común, irían introduciendo un nuevo período.
Lo puramente distinto, por lo tanto, ajeno, opuesto, enemigo, pasaría a ser, simplemente, una más de las diferentes formas de manifestarse de lo común. En ese momento es cuando se descubre que lo uno no puede existir sin lo otro. Cada glóbulo rojo comienza entonces a saberse glóbulo rojo, es decir, un tipo particular de célula que cumple una determinada función en un organismo que lo trasciende, al cual si bien puede intuir, no le es dado conocer completamente dada su condición de parte integrante de él. Este glóbulo rojo puede recordar ahora aquello que anteriormente sostenía como verdad absoluta acerca de la esencia misma de la vida: "Vivir es navegar e intercambiar”. Puede recordar también su encarnizada lucha con aquella célula ósea que afirmaba exactamente lo opuesto: "Vivir es unirse sólidamente a los vecinos y permanecer en el mismo lugar, brindando sostén".
Entre las múltiples definiciones absolutas acerca del sentido de la vida que ha escuchado y siguen reverberando en su memoria como los testimonios de la época prehistórica, surge otra: "La vida es una continua lucha para conservar la integridad, aunque se muera en el intento". Así se ufanaba el combatiente defensor de esta idea, cubierto de cicatrices y medallas. Sólo al alcanzar este estado evolutivo aquellas afirmaciones dejan de antagonizar. Este glóbulo rojo ya conoce su propio nombre, también a las células del tejido óseo y un poco más de cerca a aquel otro navegante de sus mismas aguas, su primo, el marcial leucocito.